Era un niño flacucho con mis doce años alargados sobre un tiempo sonoro. Estaba enamorado de B, demasiado parecida a Mia Farrow en su época de pelo cortito, en El bebé de Rossmary. Ella lo intuía porque se reía como se ríen las chiquillas en grupo, tapándose la boca y haciendo chistes, para que luego pretendan dismularlo haciéndose las despistadas con cara de yo no sé nada.
M me miraba rabiosamente. M era la niña con la que públicamente sostuve un romance gótico. De película, con tintes melodrámaticos. Ella y sus faldas negras de cuero (su padre era el dueño de una tienda de ropa especializada en cuero) eran sin lugar a dudas un espectáculo bizarro.
Pero cuando llegó B, me olvidé de todo y fui el malo de la película. La dejé defenestrada.
M era vengativa. Un día puso un cartel sobre la pizarra con plumón verde que decía: "¿B siempre quitas los chicos a otras?".
Era absurdamente un autocastigo y una afrenta.
El aula tembló con el ruido de las carpetas y los murmullos. Volaron los avioncitos de papel y B me miró fijamente. A mí me miraba como si yo fuese el culpable de la injuria.
Desde aquellos tiempos yo reunía palabras raras en mi block. Escogí una: Defenestrada. La grité como si fuera un grito de guerra, con los ojos puestos en M.
Carcajadas y silbidos.
El aula nunca fue más bulliciosa.
M desde esa vez fue llamada en toda conversación: la defenestrada.
Siempre, siempre, hasta que un día se fue del colegio y no supimos más de ella.
Eran los tiempos de las maquinaciones rocambolescas, sin demasiada complicación. Quién diría que hoy es insólito defender la integridad de una chica a la que quieres cuando tienes doce años y apenas sabes de palabras raras y de besos furtivos.
B viajó a Alemania en el 2do grado de secundaria. Solía escribirme cartas donde hablaba de lo difícil que era el idioma alemán y de su eterno amor que duró unos meses, el justo tiempo para ser feliz cada vez que abría un sobre sellado con olor a colonia de rosas.
M me miraba rabiosamente. M era la niña con la que públicamente sostuve un romance gótico. De película, con tintes melodrámaticos. Ella y sus faldas negras de cuero (su padre era el dueño de una tienda de ropa especializada en cuero) eran sin lugar a dudas un espectáculo bizarro.
Pero cuando llegó B, me olvidé de todo y fui el malo de la película. La dejé defenestrada.
M era vengativa. Un día puso un cartel sobre la pizarra con plumón verde que decía: "¿B siempre quitas los chicos a otras?".
Era absurdamente un autocastigo y una afrenta.
El aula tembló con el ruido de las carpetas y los murmullos. Volaron los avioncitos de papel y B me miró fijamente. A mí me miraba como si yo fuese el culpable de la injuria.
Desde aquellos tiempos yo reunía palabras raras en mi block. Escogí una: Defenestrada. La grité como si fuera un grito de guerra, con los ojos puestos en M.
Carcajadas y silbidos.
El aula nunca fue más bulliciosa.
M desde esa vez fue llamada en toda conversación: la defenestrada.
Siempre, siempre, hasta que un día se fue del colegio y no supimos más de ella.
Eran los tiempos de las maquinaciones rocambolescas, sin demasiada complicación. Quién diría que hoy es insólito defender la integridad de una chica a la que quieres cuando tienes doce años y apenas sabes de palabras raras y de besos furtivos.
B viajó a Alemania en el 2do grado de secundaria. Solía escribirme cartas donde hablaba de lo difícil que era el idioma alemán y de su eterno amor que duró unos meses, el justo tiempo para ser feliz cada vez que abría un sobre sellado con olor a colonia de rosas.